Entrevista en La Agenda - Ideas y cultura en la Ciudad

Por BDSMARGENTINA

Nota originalmente publicada en Revista La Agenda.

La modelo no está desnuda; es una geisha quieta que se deja hacer. Él le mete unos dedos en la boca y la ahorca un poco, con cariño. Ella tiene los ojos cerrados, el cuerpo de trapo y la cabeza hacia un costado como peso muerto. Cuatro flores tatuadas en la espalda la simulan inocente y el pelo largo le llega a las rodillas. Él le pasa una cuerda por el pezón, ella entreabre la boca y tira la cabeza para atrás. Él es sutil, amable y delicado pero fuerte. La suspende desde los brazos aunque todavía llega a tocar el piso con los pies. Inclinada hacia la derecha, él la mira de frente y le toca el mismo pezón, esta vez con la mano.

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A muchos les aburre el sexo convencional y llegan a conocer el mundo sadomasoquista como cualquier curioso poco acompañado: en internet. Así descubren un universo de látigos, látex, pezoneras, cuerdas, velas y cadenas, probablemente desde mazmorra.net, uno de los portales de placer alternativo más activos de Argentina.

En ese mundo vive Ciro, referente y profesor número uno del ámbito sadomasoquista de Buenos Aires. Ciro da clases de todas las prácticas y es uno de los usuarios más intensos de Mazmorra. Cuenta en su perfil que es hombre de 44 años, heterosexual y dominante. Más abajo arroba a quien domina: @paulaemoji unicode: 2665︎.

Paula a Ciro lo trata de usted y los sábados tiene que usar bombacha negra. En el cuello lleva las iniciales de su dominante talladas en cuero sobre el collar que la identifica como sumisa, como su sumisa. Ciro le saca la gargantilla cuando la usa como modelo de las clases y exposiciones que les dan de comer. Además de una relación contractual de dominación 24/7, comparten un negocio que parece ir muy bien.

BDSM suena más a la sigla de una multinacional que a lo que en realidad refiere: bondage, disciplina, dominación y sumisión, sadismo y masoquismo; el nuevo sadomaso. Ciro tiene un repertorio de adminículos para estas prácticas que asustan pero culminan en una inocente anotación de los puntos de venta. Para dar su clase de Introducción al BDSM los transporta en una valija enorme, de donde saca desde elementos quirúrgicos hasta fustas custom made. Su preferido no es el látigo, sino las cuerdas que usa para su ocupación principal: el Shibari.

Osada Steeve levanta la pierna derecha de su geisha desde arriba de la rodilla, la eleva como quebrada. Ella medio desnuda ya se despide de la pollera, le queda una bombacha de tela suelta. Ahora levanta la segunda pierna por debajo de la otra. El toque final para la suspensión es desde la cadera. La atada cuelga entonces de costado, empinada cabeza abajo, el pelo que casi toca el piso y las piernas separadas, abiertas. Osada Steeve parece hacer lo que predica: “Para que una sesión de cuerdas pueda calificarse como Shibari Kinbaku, uno necesita compenetrarse con la mujer y tocar su alma’’.

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Una de las 18 prácticas que aprendían los Samurais en la época de Edo era la inmovilización con ataduras: Shibari, en japonés. Usaban cuerdas para identificar y castigar a los criminales, que debían caminar hasta ser juzgados envueltos en una telaraña que, según la forma y los nudos, confesaba su delito, su clase social y el grupo Samurai que lo había atrapado. El clan se paraba en círculo alrededor de atador y atado para mantener el secreto del nudo, una de las tres reglas del Shibari. Las otras dos: la atadura debía representar una estética adecuada y lograr que el atado no pudiera liberarse por su cuenta. Se los exponía: llevar nudos sobre el cuerpo era una vergüenza.

Según cuenta la leyenda, unos soldados castigaban a una mujer con estas técnicas cuando se dieron cuenta de que mucha tortura no era. Así empezó la idea Shibari Kinbaku, que es la atadura erótica. Después llegó el arte; ilustradores tomaron la técnica samurai y la desdibujaron. Diez mujeres atadas se llama la obra de Kita Reiko que muestra diferentes ataduras para aplicar de forma erótica. Probablemente Kita no supiera lo clave que sería su dibujo para la evolución que vivió su inspiración.

Hoy en día la práctica redireccionó sus modos: inmovilización por abrazo, puntos agónicos por erógenos, brutalidad por placer. Las nuevas formas no buscan lastimar al atado ni causarle dolor, sino llevarlo a volar en una confianza en quien puede hacer daño pero no lo hará. A la técnica milenaria se le modificó la cantidad de cuerdas (hoy mucho mayor) y se le sumó la suspensión; la obra de Shibari Kinbaku culmina con el atado suspendido desde el techo.

Osada Steeve no es su verdadero nombre y tampoco es japonés. Sí sabe mucho de Shibari, el arte que conoció en sus primeros contactos con Asia y que afianzó desde que se mudó definitivamente a Japón en 1980 para perfeccionar la técnica. Reniega de sus raíces, tal vez, cuando critica con ganas la sacrílega versión occidental del Shibari con profesores de segunda que solo enseñan, en sus palabras, “nudos marineros o de macramé’’.

Lo mismo piensa su aprendiz Catalina, una argentina orientalizada que viajó a Japón para aprender la práctica de raíz y que hoy da cursos y workshops de ataduras en una sala alquilada de Abasto por 100 pesos la hora. Ella también vive del Shibari. La foto de su Whatsapp son dos manos atadas a un celular con cuerdas. Los alumnos de este sábado son seis; dos parejas, dos solos y dos modelos voluntarias. Contra una de las paredes Catalina apoya un marco con fotos de Los Maestros, Osada Steeve a la cabeza, y enseguida se viste con una especie de ambo japonés azul.

—Para suspender a gorditos como yo hay que usar más cuerdas a veces, para cubrir más piel y que no se corte la circulación —explica mientras se agarra con las dos manos el muslo para graficar la instrucción.

Un primer pantallazo a Catalina alcanza para disipar cualquier duda sobre su capacidad de inmovilizar a quien se le antoje. Es una mujer pesada que cuando ata, ata fuerte. “Es como capturar a un gigante”, le dijo desde su metro y medio a una alumna que le sacaba una cabeza. Poco duró la confianza de la modelo; en treinta segundos había sido inmovilizada con una sola cuerda.

Desde una viga cuelga un gancho redondo para la suspensión. El atador puede, por ejemplo, esposar las manos del modelo y levantarlas, pasar la cuerda por el gancho y continuar encadenando los antebrazos. El cuerpo crucificado en línea recta ya estaría casi suspendido aunque tocando el piso. La siguiente cuerda podría continuar las ataduras de los antebrazos o empezar por una nueva zona; ¿las tetas? ¿los tobillos?, a piacere. Se logra la suspensión total desde distintos puntos del cuerpo que el maestro tiene que elegir atentamente para que el peso del atado esté bien distribuido y no se dañen puntos nerviosos ni se genere dolor.

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—Esa soga para Shibari no sirve, la podés usar para colgar la ropa en tu casa si querés —le dice Catalina a otra de las alumnas apenas empieza la clase. Presenta después las cuerdas correctas: tienen que ser de yute o de arroz y medir entre 7 y 8 metros. Por sesión se usan 8 o 9 y ella vende cada una a 150 pesos.

Catalina es conservadora y poco querida en el microambiente del Shibari en Buenos Aires. Dice ser la primera en traer el arte y se jacta de la importancia que le da a la seguridad en el atado. Cuentan las malas lenguas, sin embargo, que más de uno de sus alumnos terminó con un brazo duro y alguna mano deforme durante meses.

Toda cuerda asegurada es un abrazo que no termina y de repente, en la intimidad apretujada del Shibari, se entiende a los japoneses: las cuerdas son extensiones de los brazos del atador. Se es consciente de la imposibilidad de escapar y eso relaja. El fin es doble: generar una obra de arte de cuerda y piel y llevar al atado a volar. Cuando empieza el desatado la geisha sin fuerzas cae inerte y Osada Steeve la libera. Ella queda en el piso, parece muerta. En paz seguro.

“Volar” se le dice en el coloquial del Shibari a la noción de subespacio: un estado de trance extasiado que se genera por la liberación de endorfinas y otras hormonas multiplicadas por el cuerpo inmovilizado en el aire. Se pierden las referencias espacio temporales y quien suspende se pierde. Se genera un sentimiento de ensoñación, de abstracción. Aumenta la sensibilidad en la piel y los sentidos trabajan distinto.

—Vuelo, me voy tan lejos que no puedo hablar, no podría decir la palabra de seguridad si necesitara frenar. Hay tanta hormona dando vueltas que nos lleva a lugares que… No sé. Es muy loco, muy lindo, mucho placer. No querés volver —explica Paula frente al público no tan reducido del taller de Introducción al BDSM que da junto a su amo un sábado cualquiera en Villa Crespo.

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Acá el Shibari se usa principalmente como parte de las prácticas BDSM con un fin claro: restringir la movilidad del sumiso. Ciro a Paula la ata al modo japonés para clases y exposiciones. Puertas para adentro la ata para restringirla y como parte de la relación sadomasoquista que comparten desde hace poco más de dos años. En esos casos el Shibari pasa a ser una herramienta más del bondage, combinable con otras como fustas, látigos o ganchos anales. Este proceso deja de lado la forma de atar (el Kinbaku propiamente dicho) y el placer se encuentra en lo que se puede o podría hacer a la persona atada.

En eso anda el Señor Mariano, discípulo de Ciro y número dos de Shibari en Buenos Aires. El Señor Mariano tiene una esposa vainilla (como se denomina a los que no practican BDSM) y disfruta de su costado más sadomasoquista con su sumisa Sol, fuera de casa y con este seudónimo. Con ella está remodelado lo que será una sala de cuerdas en Villa Crespo para dar clases de Shibari Kinbaku y, tal vez, de spanking y azotes. Respeta el Shibari de antaño pero entiende la necesidad de hacerlo más popular para encontrarle el negocio; vende cuerdas y enseña la práctica tanto para quienes la quieren hacer como expresión artística como para quienes prefieren atar a su pareja a la silla del comedor.

El Señor Mariano tenía 14 años cuando vio que en una película hombres flotaban en coma y necesitó experimentarlo. Armó como pudo un sostén cableado que pudiera soportarlo desde el techo y replicó la idea en su casa. Hoy suspende modelos en exposiciones, conferencias y clases; su foco, dice, está en el arte.

Comparte con Ciro la técnica, la atención al cuidado del atado, el conflicto con Catalina y el rol, él también es dominante empedernido y en la intimidad, cuando ata a Sol, la estética le importa menos que el sexo y la sumisión. A Sol la restringe con fines sexuales; la necesita quieta y la ata para eso. En el Shibari la sesión es la cuerda. Los atados no son víctimas, sumisos ni parejas sexuales. No se trata de penetración ni de culminación sexual. Es erótico y, sobre todo, estético.

—El atador alrededor de la modelo plantea “esto soy yo; yo te estoy atando, te estoy abrazando, te estoy capturando” —dice el nato que en sus primeros nudos, hace apenas cuatro años, practicaba Shibari amateur en las sillas de los hoteles que frecuentaba por trabajo.

Su época fue sin internet, recuerda: era imposible encontrarse con otros curiosos del sadomasoquismo. No mucho más que alguna novia que invitara una nalgada. “Era puro VHS en bolsita negra que decía solo adultos, nada más”, lamenta. El Señor Mariano no idolatra a Osada Steeve aunque le reconoce el mérito; fue él quien abrió las puertas de esta técnica a Occidente, donde el arte no tiene más de 35 años. En Argentina no llega a los 10.

El Shibari es una de las tantas prácticas que persiguen el goce y aseguran un límite tajante: el consenso. Sigue siendo una práctica de pocos que mezcla tradición, mercado, estética y placer, siempre placer. Otra industria cultural de nicho que encontró público y negocio en una Buenos Aires siempre curiosa. “Ojo que el Shibari puede ser vainilla”, advierte seguido el Señor Mariano. Como para que nadie se quede sin probar.

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